viernes, 30 de septiembre de 2011

La felicidad está en las pequeñas cosas

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La peculiar vida del escritor suizo Robert Walser (1878-1956) puede ser resumida por las palabras que usa uno de sus poetas predilectos, el alemán Friedrich Hölderlin, en su Hiperión: “Ser uno con todo lo viviente, volver en un feliz olvido de sí mismo al todo de la naturaleza”, y también cuando dice: “El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.
Tenía tan desarrollado su instinto de observación que sabía extraer de la cotidianeidad, de la sencillez, la belleza que cada día pasa desapercibida para la mayoría de los mortales, desplegando en sus escritos la verdadera esencia de las cosas, y haciendo brotar de la naturaleza todo el encanto que encierra, incluso en lo aparentemente desapacible. Todo ello, trasladado a sus escritos, hacía que sus textos fuesen como el puro manantial que discurre con serenidad y templanza por los senderos, bordando el corazón de los lectores con el hilo dorado de sus ensueños.
Su personalidad, romántica y tierna, estaba unida inevitablemente a las fantasías de un soñador que camina en silencio durante horas observando cómo el atardecer conmueve con su áureo resplandor el alma de un poeta, cómo la luna es tan dulce y fascinante con su pálida y blanquecina suavidad, o cómo el perfume de las flores difunde su sutil aroma por un determinado paisaje.
Poseía un sentido tan elevado para captar lo bello, que era capaz de encontrarlo en cosas tan cotidianas y tan aparentemente triviales como un botón, (para él tan conmovedor y delicioso en su modestia), o en un paraguas que cuelga de un viejo clavo y que comparten la desolación que les rodea con un cálido abrazo.
Walser, además de querer pasar siempre desapercibido en la vida, había padecido también grandes depresiones y alucinaciones. Como neurótico que era solía huir del trato social, y por todo ello deciden trasladarlo voluntariamente al sanatorio de Waldau en primer lugar, y posteriormente al de Herisau, abandonando el caudal que le ofrecía su alma para sus escritos a cambio de un doloroso silencio ágrafo.
Dentro de esa reclusión goza de la libertad de poder pasear durante horas apresando todo lo bello que encuentra, pero sin posibilidad de trasladarlo al papel.
Un amargo día, en la navidad de 1956, Walser sale a dar uno de sus frecuentes paseos, y encuentran su cuerpo yaciendo en la nieve. Esta fría capa de la realidad envolvió con su manto blanco el traje con el que cubría sus sueños, mientras su alma volaba al cielo para encontrar un lugar en el que la humanidad fuera una familia unida por el amor, la pureza y la paz.
Pero antes de abandonar este mundo, nos dejó escrito, como si de una especie de profecía se tratase, un hermoso poema titulado Nieve:

Nieve que nevará, la tierra se repliega
En un lamento blanco, allá a lo lejos.
Vacila bajo el cielo el hervidero
De copos en un ay, nieve, la nieve.
Ofrenda de una calma y de una amplitud inédita
Me ablanda el mundo blanco de la nieve.
Mi ansiedad diminuta se agiganta
Y en lágrimas se ahoga lo más hondo.