sábado, 31 de diciembre de 2011

Heine: un ángel caído descansa en la nieve

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Heinrich Heine (1793- 1856) fue un poeta alemán capaz de escribir versos de incomparable belleza y de usar la malicia y la ironía contra todo aquello que consideraba criticable en su país. Precisamente, por su condición de judío, en Alemania se granjeó la fama de “antialemán” por los antisemitas, y mucho tiempo después por los nazis. Su nombre ha intentado ser escondido por algunos y ensalzado por otros. Por él han pasado desde las críticas más ácidas hasta el inmenso elogio de ser considerado el mayor poeta alemán después de Goethe. Quizá la falta de expectativas laborales fue lo que llevó a Heine a marcharse a Francia, pero de todas formas resulta difícil imaginar al poeta viviendo toda su vida en un país con una situación política y social en aquel tiempo inestable y opresiva. Si bien hoy en día está considerado uno de los más grandes poetas que ha dado Alemania, durante su vida y hasta muchísimo tiempo después de muerto, su figura ha estado moviéndose siempre entre las luces y las sombras, hasta el punto de que una gran admiradora suya, Isabel de Baviera (la famosa Sissi), intentó rendirle un homenaje pidiendo que pusieran su estatua en su ciudad natal, Düsseldorf, pero esa petición fue rechazada y no se puso hasta muchos años después.
Quizá nadie resuma mejor la esencia de Heine como el escritor Max Aub, que en una conferencia dictada en la Ciudad de México con motivo del centenario de su muerte, dijo de él:
Heine está crucificado en medio del siglo XIX. Lo preside. Expresó como el mejor el tiempo en que vivió, más claras que nadie se las cantó a Alemania, a Francia, a Inglaterra; se atrevió con todo.
Nacido en las orillas del Rin, donde se cruzan las apuestas de la vida de Europa; donde se jugó, se juega y se seguirá jugando su historia, Heine es, como su río, alemán, y alemán y francés según sus orillas y los meandros del tiempo. Legendario y comercial, hermoso entre montes y llanos, civilizado y civilizador, fuente y represa de poesía y de destinos, muere despatarrado, rota la médula, en el mar del Norte, que este hombre de Düsseldorf cantó como nadie.
Heine es el Rin y el siglo XIX, la grandeza de Europa en su época más brillante. Heine es Napoleón y 1848, la crítica y la creación, el ateísmo y el deísmo panteísta. Es el que cree y no cree, y crea. Afirmación y negación, bien metido en el cauce de su maestro Hegel.
No se puede explicar a Heine –comprenderlo, lo comprende cualquiera-, sin conocer a Hegel, al Hegel pujante de la juventud. Su amor por Grecia, su desprecio del catolicismo, su concepto de Cristo, su admiración por Napoleón se desprenden de las enseñanzas vivas de Hegel.
No se parece a Rembrandt, como quería Brandés, sino a Goya; por el poder satírico, lo profético, la crítica social, el amor al cuerpo femenino, su gusto por el pueblo, su predilección por Francia, a donde ambos fueron a morir empujados por la reacción. Y la luz. Goya es a la pintura de nuestro tiempo lo que Heine a la poesía y Hegel al pensar.
En su juventud se enamoró de su prima Amalia; su amor sin esperanzas, irrealizable, que le acompañó en sus escritos durante toda la vida. De hecho, mucho tiempo después, viviendo en Francia, a su amigo y poeta Gerard de Nerval, como nos cuenta Teodoro Llorente en su Prólogo a las poesías de Heine, le confiesa: “Solo escribo versos para llorar unos amores sin esperanza, de juventud. Desde que perdí aquel paraíso de amor, esta pasión no es para mí más que un pasatiempo”.
Retrotrayéndonos a 1816 encontramos en la Correspondencia inédita de Heine una carta dirigida a su amigo Cristian Sethe, en la que le habla de su amor por Amalia (Molly en sus escritos):
¡No me ama! ¡Pronuncia, querido Cristian, esta palabra en voz baja, muy baja! En la última está el eterno cielo, siempre vivo; pero en la primera está el infierno mismo, siempre eterno. Si tú pudieras ver un solo instante a tu pobre amigo, contemplar su pálido rostro y el aire descompuesto y enloquecido que tiene, seguramente que el legítimo disgusto que mi largo silencio te había causado, iría amortiguándose poco a poco. Fuera mejor aún que pudieras penetrar una sola de tus miradas en las profundidades de su alma; entonces únicamente empezarías a quererle […], creo haberte hablado de las muchas veces que al mirar tu rostro he encontrado en él, y particularmente en tus ojos, algo que de una manera extraña me rechazaba y a la vez me atraía hacia ti vivamente, casi como si en un mismo momento recibiera de ellos un dulce bienestar y también la burla más fría, áspera y amarga. Pues bien, ese mismo misterio, ese enigma, lo he encontrado en las miradas de Molly. Eso es precisamente lo que tanto me confunde. No obstante que tengo pruebas evidentes e irrefutables de que nunca ha de amarme […], sin embargo, mi pobre corazón enamorado no quiere dar todavía su concedo, y se dice a sí mismo: ¿Qué me importa tu lógica? Yo tengo mi lógica particular […], desgarra mi corazón ver con qué sequedad y aspereza desdeña mis cantares, sólo para ella escritos, y cómo se burla de mí. Pero, ¿creerás que a pesar de todo, estimo ahora a mi Musa más que nunca? Es mi fiel y consoladora amiga; tiene una dulzura tan misteriosa que siento por ella vivísimo amor… 

martes, 13 de diciembre de 2011

Gottfried Keller y su Enrique el Verde

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Gottfried Keller fue un escritor suizo (1819- 1890), que escribió una novela considerada por muchos la mejor del realismo alemán: Enrique el Verde. Dentro de sus páginas, el lector pasea por la Suiza y la Alemania del XIX siguiendo los pasos del protagonista, y acompañando a sus reflexiones y a sus temores en una lucha entre el entorno social y el individuo, dentro de un proceso evolutivo que nos recuerda a la novela de formación de Goethe. Pero lo que Keller hace admirablemente en su novela es aunar dos teorías aparentemente contradictorias: la teoría de la preformación y la teoría del entorno. En la primera, el individuo nace con unas disposiciones naturales que debe saber desarrollar a lo largo de su vida; y en la segunda, se considera que el individuo no nace preformado, sino que se desarrolla según el medio en el que vive su infancia y su juventud.
El protagonista Enrique es capaz de mantener sus disposiciones naturales para el arte (sobre todo para la pintura aunque finalmente se tenga que desarrollar en la escritura), sabiendo que solo podrá desarrollarlas si es un hombre de bien al servicio de la sociedad. Él vive en un mundo burgués mientras quiere cumplir su sueño romántico de ser pintor (el propio Keller fue un pintor fracasado que acabó haciéndose escritor), y es capaz de pintar banderines a cambio de muy poco dinero. Esta lucha entre las inclinaciones naturales y la necesidad de ejercer una profesión que lo sustente me recuerda también a Baruch Spinoza, el filósofo holandés que con su pensamiento condenaba la hipocresía y la falsedad de la sociedad de su época dentro de un mundo pesimista y negativo, mientras él seguía confiando en la belleza de la vida. Para cumplir su sueño de escritor se dedicaba a pulir lentes, quizá para ver más clara aún la verdad que desprendía desde su interior.
Volviendo a la novela, el protagonista es un claro ejemplo de cómo el entorno social se puede volver en contra de sus propias inclinaciones naturales. Mientras paseamos con él por la novela, somos también testigos de la belleza de la naturaleza que le rodea y de sus enamoramientos; y como ejemplo de lo dicho, les dejo estos fragmentos del libro:
1- Estábamos ya sobre la cima que relucía al brillo del sol poniente; ante mí se balanceaba la figura glorificada y ligera como una pluma de la joven muchacha… Así que intercambiamos nuestros nombres de pila, acobardados y esquivos; pero el mío se escurrió en mis oídos como el sonido de una flauta, y cuando Anna desapareció rápida y temerosamente a la sombra del otro lado de la montaña, yo había adquirido dos cosas: un mecenas grande y poderoso que habitaba invisible sobre el mundo que entonces anochecía, y la imagen delicada y pequeña de una mujer que me atreví a colocar sin demora dentro de mi corazón.
2- Cuando desde una altísima elevación miraba por encima de nuestra ciudad hacia aquella zona, la pequeña y oculta franja de azules tierras lejanas donde se suponían el pueblo y, no lejos de allí, el lago del maestro de escuela, se me aparecían como el lugar más hermoso de lo que abarcaba mi vista, el aire soplaba desde allí más limpio y más feliz, la presencia de Anna, invisible a mis ojos en aquel alejado ocaso azulado, actuaba desde allí de forma magnetizante por encima de todo lo que había en medio de aquella tierra. Incluso cuando, andando en las profundidades, no veía aquel horizonte de dicha, buscaba y trataba de sentir su parte de cielo y contemplaba con nostalgia y anhelo el pedazo de firmamento que llegaba hasta allí delimitado por las cercanas montañas.
3- Estaba de cuerpo entero, entre un parterre de flores, cuyos altos tallos y cálices se elevaban hacia un cielo de color azul profundo junto a la cabeza de Anna; la parte superior del dibujo estaba terminada en forma de arco y enmarcada con pámpanos en los que se sentaban resplandecientes aves y mariposas, cuyos colores acentué aún más con destellos de oro. Todo esto, igual que las ropas de Anna, que yo encontraba fantásticas y así las adornaba, me resultó el más agradable de los trabajos durante los muchos días que pasé en el bosque, y únicamente lo interrumpí para tocar la flauta que siempre llevaba conmigo. Incluso por la noche, después de la puesta de sol, salía a menudo con la flauta, subía por la montaña hasta el lugar donde, en lo hondo, se encontraban el lago y la casa del maestro de escuela, y allí dejaba sonar mis melodías o incluso alguna hermosa canción de amor, de manera espontánea, a través de la noche y de los rayos de luna.