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En un mundo descorazonador y en crisis, en el que lo
fundamental es lo útil y lo material, vuelvo
la mirada en un feliz olvido de mí mismo al todo de la naturaleza,
parafraseando a Hölderlin. Me embarco en la admiración de lo sublime porque la
belleza es placentera: el ruiseñor entonando su hermoso canto, una cascada con
el rumor de su suave melodía antes de entrar en su sueño cristalino, el
crepúsculo tejiendo su hilo de oro y rosa en el cielo para transmitirle al
corazón la esperanza de un nuevo día, la
contemplación de la delicada belleza de las flores que mantienen en
secreto el lenguaje del mundo, el perlino manto de nieve cubriendo a las
montañas, y estas transmitiendo su frescor a la brisa para llevar a los humanos
un soplo de su pura esencia… En definitiva, todo aquello que purifica el alma y
el espíritu, ejercicio desdeñable para la sociedad actual.
Por todo ello, no es de extrañar tampoco que uno
advierta los malos tiempos para la poesía. Palabra difícil de definir, tan
difícil como definir un sentimiento. Solamente intuimos lo primordial que es en
la humanización, pues la razón y el corazón deben unirse en nuestro interior
para verter desde nuestra mano un buen verso, o deben unirse para interpretar
un poema ajeno. Ejerce una profunda fascinación para los que la amamos. Si
escribimos un poema, automáticamente deja de pertenecernos; si leemos uno
ajeno, nos apropiamos de él. Goethe ya lo avisó: “El hombre sordo a la voz de
la poesía es un bárbaro”. Cultivándola, resistiremos ante la desesperanza.
De forma más general, podemos decir que todo lo que
requiera nuestro propio esfuerzo personal no puede adquirirse solo con dinero.
Su nombre es conocimiento. La lectura nos proporciona entender otros mundos,
otras épocas, sentir que estamos cerca de los escritores y de sus personajes,
salir de nosotros mismos para estar en otros lugares, pensar, vivir más vidas
que una… Es una magia que desarrolla la imaginación, la reflexión, el corazón y
el espíritu. Todo ello nos vuelve más humanos. Si tenemos afán por aprender,
por saber, nos volvemos rebeldes para los poderosos. Ya lo decía Heine: “Allí
donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres”.
Con todo esto, podríamos empezar a ver el mundo con
los ojos del neurótico escritor suizo Robert Walser, capaz de encontrar belleza
en objetos tan simples como un botón, una estufa o un paraguas que cuelga de un
viejo clavo. Nadie como él sabía que la felicidad se encuentra en las pequeñas
cosas de la vida, a diferencia de los que se dedican a acumular riquezas por
ser pobres de espíritu.
Bien es cierto que la economía es muy necesaria en
la sociedad, pero reducirlo todo a lo económico, a lo material, nos conduce a
una limitación humana. En un mundo en el que solo impera la importancia de lo
que se considera útil, todas las actividades van encomendadas a un rápido
beneficio económico. Necesitamos pasar del cortoplacismo a la trascendencia, de
una sociedad que ame lo útil y lo material a una sociedad que ame el altruismo
y el conocimiento, compartiendo y dialogando con la tolerancia como base.
No es
de extrañar, pues, que las humanidades se encuentren en peligro de extinción.
Disciplinas como la filología (el que ama las palabras) o la filosofía (el que
ama la sabiduría), están denostadas. Sea
usted filólogo o filósofo para que la masa, contagiada por el sistema, le pregunte:
¿y eso para qué sirve? Pues para experimentar que existimos humanamente, para
potenciar nuestra capacidad de creación, para sentir, para amar y para que el
mundo sea un lugar más noble.