lunes, 1 de septiembre de 2014

La naturaleza y el conocimiento


                                       


                                                           
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En un mundo descorazonador y en crisis, en el que lo fundamental es lo útil y lo material, vuelvo la mirada en un feliz olvido de mí mismo al todo de la naturaleza, parafraseando a Hölderlin. Me embarco en la admiración de lo sublime porque la belleza es placentera: el ruiseñor entonando su hermoso canto, una cascada con el rumor de su suave melodía antes de entrar en su sueño cristalino, el crepúsculo tejiendo su hilo de oro y rosa en el cielo para transmitirle al corazón la esperanza de un nuevo día, la  contemplación de la delicada belleza de las flores que mantienen en secreto el lenguaje del mundo, el perlino manto de nieve cubriendo a las montañas, y estas transmitiendo su frescor a la brisa para llevar a los humanos un soplo de su pura esencia… En definitiva, todo aquello que purifica el alma y el espíritu, ejercicio desdeñable para la sociedad actual.
Por todo ello, no es de extrañar tampoco que uno advierta los malos tiempos para la poesía. Palabra difícil de definir, tan difícil como definir un sentimiento. Solamente intuimos lo primordial que es en la humanización, pues la razón y el corazón deben unirse en nuestro interior para verter desde nuestra mano un buen verso, o deben unirse para interpretar un poema ajeno. Ejerce una profunda fascinación para los que la amamos. Si escribimos un poema, automáticamente deja de pertenecernos; si leemos uno ajeno, nos apropiamos de él. Goethe ya lo avisó: “El hombre sordo a la voz de la poesía es un bárbaro”. Cultivándola, resistiremos ante la desesperanza.
De forma más general, podemos decir que todo lo que requiera nuestro propio esfuerzo personal no puede adquirirse solo con dinero. Su nombre es conocimiento. La lectura nos proporciona entender otros mundos, otras épocas, sentir que estamos cerca de los escritores y de sus personajes, salir de nosotros mismos para estar en otros lugares, pensar, vivir más vidas que una… Es una magia que desarrolla la imaginación, la reflexión, el corazón y el espíritu. Todo ello nos vuelve más humanos. Si tenemos afán por aprender, por saber, nos volvemos rebeldes para los poderosos. Ya lo decía Heine: “Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres”.
Con todo esto, podríamos empezar a ver el mundo con los ojos del neurótico escritor suizo Robert Walser, capaz de encontrar belleza en objetos tan simples como un botón, una estufa o un paraguas que cuelga de un viejo clavo. Nadie como él sabía que la felicidad se encuentra en las pequeñas cosas de la vida, a diferencia de los que se dedican a acumular riquezas por ser pobres de espíritu.
Bien es cierto que la economía es muy necesaria en la sociedad, pero reducirlo todo a lo económico, a lo material, nos conduce a una limitación humana. En un mundo en el que solo impera la importancia de lo que se considera útil, todas las actividades van encomendadas a un rápido beneficio económico. Necesitamos pasar del cortoplacismo a la trascendencia, de una sociedad que ame lo útil y lo material a una sociedad que ame el altruismo y el conocimiento, compartiendo y dialogando con la tolerancia como base. 
No es de extrañar, pues, que las humanidades se encuentren en peligro de extinción. Disciplinas como la filología (el que ama las palabras) o la filosofía (el que ama la sabiduría), están denostadas.  Sea usted filólogo o filósofo para que la masa, contagiada por el sistema, le pregunte: ¿y eso para qué sirve? Pues para experimentar que existimos humanamente, para potenciar nuestra capacidad de creación, para sentir, para amar y para que el mundo sea un lugar más noble.