martes, 13 de diciembre de 2011

Gottfried Keller y su Enrique el Verde

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Gottfried Keller fue un escritor suizo (1819- 1890), que escribió una novela considerada por muchos la mejor del realismo alemán: Enrique el Verde. Dentro de sus páginas, el lector pasea por la Suiza y la Alemania del XIX siguiendo los pasos del protagonista, y acompañando a sus reflexiones y a sus temores en una lucha entre el entorno social y el individuo, dentro de un proceso evolutivo que nos recuerda a la novela de formación de Goethe. Pero lo que Keller hace admirablemente en su novela es aunar dos teorías aparentemente contradictorias: la teoría de la preformación y la teoría del entorno. En la primera, el individuo nace con unas disposiciones naturales que debe saber desarrollar a lo largo de su vida; y en la segunda, se considera que el individuo no nace preformado, sino que se desarrolla según el medio en el que vive su infancia y su juventud.
El protagonista Enrique es capaz de mantener sus disposiciones naturales para el arte (sobre todo para la pintura aunque finalmente se tenga que desarrollar en la escritura), sabiendo que solo podrá desarrollarlas si es un hombre de bien al servicio de la sociedad. Él vive en un mundo burgués mientras quiere cumplir su sueño romántico de ser pintor (el propio Keller fue un pintor fracasado que acabó haciéndose escritor), y es capaz de pintar banderines a cambio de muy poco dinero. Esta lucha entre las inclinaciones naturales y la necesidad de ejercer una profesión que lo sustente me recuerda también a Baruch Spinoza, el filósofo holandés que con su pensamiento condenaba la hipocresía y la falsedad de la sociedad de su época dentro de un mundo pesimista y negativo, mientras él seguía confiando en la belleza de la vida. Para cumplir su sueño de escritor se dedicaba a pulir lentes, quizá para ver más clara aún la verdad que desprendía desde su interior.
Volviendo a la novela, el protagonista es un claro ejemplo de cómo el entorno social se puede volver en contra de sus propias inclinaciones naturales. Mientras paseamos con él por la novela, somos también testigos de la belleza de la naturaleza que le rodea y de sus enamoramientos; y como ejemplo de lo dicho, les dejo estos fragmentos del libro:
1- Estábamos ya sobre la cima que relucía al brillo del sol poniente; ante mí se balanceaba la figura glorificada y ligera como una pluma de la joven muchacha… Así que intercambiamos nuestros nombres de pila, acobardados y esquivos; pero el mío se escurrió en mis oídos como el sonido de una flauta, y cuando Anna desapareció rápida y temerosamente a la sombra del otro lado de la montaña, yo había adquirido dos cosas: un mecenas grande y poderoso que habitaba invisible sobre el mundo que entonces anochecía, y la imagen delicada y pequeña de una mujer que me atreví a colocar sin demora dentro de mi corazón.
2- Cuando desde una altísima elevación miraba por encima de nuestra ciudad hacia aquella zona, la pequeña y oculta franja de azules tierras lejanas donde se suponían el pueblo y, no lejos de allí, el lago del maestro de escuela, se me aparecían como el lugar más hermoso de lo que abarcaba mi vista, el aire soplaba desde allí más limpio y más feliz, la presencia de Anna, invisible a mis ojos en aquel alejado ocaso azulado, actuaba desde allí de forma magnetizante por encima de todo lo que había en medio de aquella tierra. Incluso cuando, andando en las profundidades, no veía aquel horizonte de dicha, buscaba y trataba de sentir su parte de cielo y contemplaba con nostalgia y anhelo el pedazo de firmamento que llegaba hasta allí delimitado por las cercanas montañas.
3- Estaba de cuerpo entero, entre un parterre de flores, cuyos altos tallos y cálices se elevaban hacia un cielo de color azul profundo junto a la cabeza de Anna; la parte superior del dibujo estaba terminada en forma de arco y enmarcada con pámpanos en los que se sentaban resplandecientes aves y mariposas, cuyos colores acentué aún más con destellos de oro. Todo esto, igual que las ropas de Anna, que yo encontraba fantásticas y así las adornaba, me resultó el más agradable de los trabajos durante los muchos días que pasé en el bosque, y únicamente lo interrumpí para tocar la flauta que siempre llevaba conmigo. Incluso por la noche, después de la puesta de sol, salía a menudo con la flauta, subía por la montaña hasta el lugar donde, en lo hondo, se encontraban el lago y la casa del maestro de escuela, y allí dejaba sonar mis melodías o incluso alguna hermosa canción de amor, de manera espontánea, a través de la noche y de los rayos de luna. 
 Keller recuerda también en su novela la leyenda de la roca Lorelei (la roca del susurro), a orillas del Rin. Fue uno de los lugares más peligrosos para los navegantes, donde perecieron muchas vidas. La leyenda nos cuenta que Lorelei fue una hermosa muchacha traicionada por el hombre del que estaba enamorada, y decidió quitarse la vida arrojándose desde el acantilado, observando en los instantes previos a su muerte el castillo de su amado con una mirada acuosa. También la leyenda nos la presenta como una hermosa sirena que llena de rencor por la traición de su amado decide vengarse conduciendo a los navegantes a la muerte con su límpido y atrayente canto. Una de sus víctimas fue Ronald, un joven apuesto que la contempló una noche desde su barca, y a pesar de la oscuridad pudo contemplar la belleza de su rostro y cómo peinaba su dorado cabello. De repente, los labios de Lorelei se abrieron y profirió su dulce canto embriagador hasta que sus miradas se cruzaron; y en su ensimismamiento, Ronald decidió bajarse de la barca sin advertir que estaba en medio del río, donde pereció ahogado. El padre del joven, acompañado de unos cuantos hombres, decide vengarse y suben hasta el acantilado, pero Lorelei se despojó de su collar de perlas y lo lanzó al Rin, apareciendo entonces una tormenta en el cielo, y en medio de su fragor, de las aguas turbulentas brotaron dos enormes olas con forma de caballo que se llevaron a la joven a sus profundidades. Poco tiempo después, en las orillas del río apareció el cuerpo inerte de Ronald; y de la bella Lorelei no se supo jamás, tan solo su canto permanece grabado entre las rocas y se repite como un eco.
Después de esta bella leyenda, me viene a la memoria uno de los más hermosos poemas que Heine le dedicó a este acontecimiento, dejándose enredar también en el mismo hilo del enamoramiento que conduce a la muerte:
                       No sé por qué estoy triste… una rancia leyenda
                       De tiempos antiquísimos, a mi memoria viene.
                       Hiela el viento… atardece… el Rin corre tranquilo,
                       Y dora las montañas la luz del sol que muere.
             
                       Una hermosa doncella misteriosa se asienta
                       Sobre el abismo… viste de flamantes joyeles,
                       Sus guedejas de oro con peine de oro aliña,
                       Y canta melodías que abeleñan la muerte…

                       Al pescador que acerca su barquilla a la roca
                       Infúndele salvaje dolor que lo enloquece…
                       No ve el peligro… y mira fascinado a la bella
                       Loreley que lo encanta ¡y lo lleva a la muerte!  


           Regresando de nuevo a Keller y a su obra, hay que decir que es un escritor muy poco conocido en nuestro país. Forma parte de aquellas delicatessen tan poco conocidas para el gran público. Fue también, además de pintor y novelista, un poeta (aunque dar hoy en día con un libro suyo de poemas sea tan tamaña empresa). No resulta extraño, pues, que otro escritor paisano suyo, perteneciente también a las delicatessen poco conocidas, aunque posterior en el tiempo, el escritor suizo Robert Walser, sintiera tanta admiración por él que dijera cosas como: “Su Enrique el Verde será durante generaciones un libro amable y digno de ser leído, maravillosamente educativo”, “En el sanatorio he vuelto a leer Enrique el Verde. Me arrastra a sus brazos una y otra vez”, “Supo unir de manera única lo sublime con lo vulgar y democrático, y al hacerlo así lo humanizó”. “Si volviera a empezar desde el principio, me esforzaría por eliminar consecuentemente lo subjetivo y escribir de tal modo que gustara al pueblo. Me emancipé demasiado. No se puede describir una curva en torno al pueblo. Como ejemplo tendría ante los ojos la terrible belleza de Enrique el Verde”. (En Paseos con Robert Walser, Editorial Siruela).
Esta novela, a buen seguro, hará reflexionar también sobre la propia existencia a todo lector que se precie, mientras acompaña al protagonista al abrigo de sus propios recuerdos. Se puede resumir en las dos palabras que utiliza Walser: terrible belleza, pero una “terrible belleza” que dejará una buena sensación en el interior y un agradable recuerdo en la mente del lector.



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