Heinrich Heine (1793- 1856) fue un poeta alemán capaz de escribir versos de incomparable belleza y de usar la malicia y la ironía contra todo aquello que consideraba criticable en su país. Precisamente, por su condición de judío, en Alemania se granjeó la fama de “antialemán” por los antisemitas, y mucho tiempo después por los nazis. Su nombre ha intentado ser escondido por algunos y ensalzado por otros. Por él han pasado desde las críticas más ácidas hasta el inmenso elogio de ser considerado el mayor poeta alemán después de Goethe. Quizá la falta de expectativas laborales fue lo que llevó a Heine a marcharse a Francia, pero de todas formas resulta difícil imaginar al poeta viviendo toda su vida en un país con una situación política y social en aquel tiempo inestable y opresiva. Si bien hoy en día está considerado uno de los más grandes poetas que ha dado Alemania, durante su vida y hasta muchísimo tiempo después de muerto, su figura ha estado moviéndose siempre entre las luces y las sombras, hasta el punto de que una gran admiradora suya, Isabel de Baviera (la famosa Sissi), intentó rendirle un homenaje pidiendo que pusieran su estatua en su ciudad natal, Düsseldorf, pero esa petición fue rechazada y no se puso hasta muchos años después.
Quizá nadie resuma mejor la esencia de Heine como el escritor Max Aub, que en una conferencia dictada en la Ciudad de México con motivo del centenario de su muerte, dijo de él:
Heine está crucificado en medio del siglo XIX. Lo preside. Expresó como el mejor el tiempo en que vivió, más claras que nadie se las cantó a Alemania, a Francia, a Inglaterra; se atrevió con todo.
Nacido en las orillas del Rin, donde se cruzan las apuestas de la vida de Europa; donde se jugó, se juega y se seguirá jugando su historia, Heine es, como su río, alemán, y alemán y francés según sus orillas y los meandros del tiempo. Legendario y comercial, hermoso entre montes y llanos, civilizado y civilizador, fuente y represa de poesía y de destinos, muere despatarrado, rota la médula, en el mar del Norte, que este hombre de Düsseldorf cantó como nadie.
Heine es el Rin y el siglo XIX, la grandeza de Europa en su época más brillante. Heine es Napoleón y 1848, la crítica y la creación, el ateísmo y el deísmo panteísta. Es el que cree y no cree, y crea. Afirmación y negación, bien metido en el cauce de su maestro Hegel.
No se puede explicar a Heine –comprenderlo, lo comprende cualquiera-, sin conocer a Hegel, al Hegel pujante de la juventud. Su amor por Grecia, su desprecio del catolicismo, su concepto de Cristo, su admiración por Napoleón se desprenden de las enseñanzas vivas de Hegel.
No se parece a Rembrandt, como quería Brandés, sino a Goya; por el poder satírico, lo profético, la crítica social, el amor al cuerpo femenino, su gusto por el pueblo, su predilección por Francia, a donde ambos fueron a morir empujados por la reacción. Y la luz. Goya es a la pintura de nuestro tiempo lo que Heine a la poesía y Hegel al pensar.
En su juventud se enamoró de su prima Amalia; su amor sin esperanzas, irrealizable, que le acompañó en sus escritos durante toda la vida. De hecho, mucho tiempo después, viviendo en Francia, a su amigo y poeta Gerard de Nerval, como nos cuenta Teodoro Llorente en su Prólogo a las poesías de Heine, le confiesa: “Solo escribo versos para llorar unos amores sin esperanza, de juventud. Desde que perdí aquel paraíso de amor, esta pasión no es para mí más que un pasatiempo”.
Retrotrayéndonos a 1816 encontramos en la Correspondencia inédita de Heine una carta dirigida a su amigo Cristian Sethe, en la que le habla de su amor por Amalia (Molly en sus escritos):
¡No me ama! ¡Pronuncia, querido Cristian, esta palabra en voz baja, muy baja! En la última está el eterno cielo, siempre vivo; pero en la primera está el infierno mismo, siempre eterno. Si tú pudieras ver un solo instante a tu pobre amigo, contemplar su pálido rostro y el aire descompuesto y enloquecido que tiene, seguramente que el legítimo disgusto que mi largo silencio te había causado, iría amortiguándose poco a poco. Fuera mejor aún que pudieras penetrar una sola de tus miradas en las profundidades de su alma; entonces únicamente empezarías a quererle […], creo haberte hablado de las muchas veces que al mirar tu rostro he encontrado en él, y particularmente en tus ojos, algo que de una manera extraña me rechazaba y a la vez me atraía hacia ti vivamente, casi como si en un mismo momento recibiera de ellos un dulce bienestar y también la burla más fría, áspera y amarga. Pues bien, ese mismo misterio, ese enigma, lo he encontrado en las miradas de Molly. Eso es precisamente lo que tanto me confunde. No obstante que tengo pruebas evidentes e irrefutables de que nunca ha de amarme […], sin embargo, mi pobre corazón enamorado no quiere dar todavía su concedo, y se dice a sí mismo: ¿Qué me importa tu lógica? Yo tengo mi lógica particular […], desgarra mi corazón ver con qué sequedad y aspereza desdeña mis cantares, sólo para ella escritos, y cómo se burla de mí. Pero, ¿creerás que a pesar de todo, estimo ahora a mi Musa más que nunca? Es mi fiel y consoladora amiga; tiene una dulzura tan misteriosa que siento por ella vivísimo amor…