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Sobre diversos
pilares se edifica esta monumental novela del divino poeta Hölderlin: Hiperión, cuyas palabras alcanzan la
cima de la pureza. Algunos de esos pilares son: el reflejo del panteísmo, y más
concretamente de la cita spinoziana: Deus
sive natura (Dios o Naturaleza), por la cual la realidad es un sistema
único cuyas partes se refieren siempre a un todo, a una sustancia única llamada
Naturaleza o Dios; el sueño de la perfección del alma humana, la idealización
de la Grecia Antigua, la idealización del Amor representado a través de un
nombre platónico: Diótima, el placer de contemplar la Belleza en su concepto
sagrado, la aplicación de su propia máxima: “Cercano está el Dios, pero difícil
es captarlo; y donde crece el peligro crece también lo que nos salva”…
Esta novela
epistolar, escrita a finales del siglo XVIII, se encuentra inmersa en el
idealismo alemán y en los rayos del primer Romanticismo. En ese idealismo
alemán se admiraba a la Grecia Antigua, hasta el punto de que los alemanes
llegaron a sentirla como su propia seña de identidad. De ese país se enamoraron
sin haberlo visto nunca; e incluso no se atrevían a viajar y conocerlo por el
temor infundado de que se llevaran una decepción y se rompiera el sueño. Todo este
amor por Grecia se debió a la influencia que ejerció Winckelmann, como nos
cuenta Rosa Sala Rose en su gran ensayo El
misterioso caso alemán: En general,
todo parece apuntar a que el sueño helénico de Winckelmann, con sus griegos
libres y bellos, fue en gran medida un extraordinario ejercicio de sublimación
erótica, del que, a través de un efecto extraño de simpatía colectiva
inconsciente, cayó víctima una Alemania que, con su sentido protestante de
deber y su negligencia pietista del cuerpo, resultaba especialmente proclive a
este tipo de seducción.
La novela se
configura a través de una sucesión de cartas que el griego Hiperión dirige a un
amigo alemán (sin voz en la novela), llamado Belarmino. Comienza la novela
epistolar con el regreso de Hiperión a su Grecia natal con una mezcla de
alegría y dolor, pero encontrando consuelo en la unión con la naturaleza a
través del “todo-uno” del idealismo alemán, por el cual el propio ente se funde
con la belleza de la naturaleza, observándose en ejemplos tales como: ¡Feliz naturaleza! No sé lo que me pasa
cuando alzo los ojos ante tu belleza, pero en las lágrimas que lloro ante ti,
la bienamada de las bienamadas, hay toda la alegría del cielo. Todo mi ser
calla y escucha cuando las dulces ondas del aire juegan en torno de mi pecho.
Perdido en el inmenso azul, levanto a menudo los ojos al Éter y los inclino
hacia el sagrado mar, y es como si un espíritu familiar me abriera los brazos,
como si se disolviera el dolor de la soledad en la vida de la divinidad.
Ser uno con todo, ésa es la vida de la divinidad, ése es el cielo del
hombre.
Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo,
al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías, ésta
es la sagrada cumbre de la montaña, el lugar del reposo eterno donde el
mediodía pierde su calor sofocante y el trueno su voz, y el hirviente mar se
asemeja a los trigales ondulantes.
Otro tema importante
en esta primera parte de su obra es el recuerdo de su infancia, la evocación de
ese pasado de libertad y de calma, que fue uno de los motivos por los cuales
había vuelto a Grecia, al país donde se encuentra el escenario de sus juegos de
niñez y del que regresa al comienzo de la novela, como se ha dicho antes:
¡Calma de la infancia, calma divina! ¡Cuántas veces te contemplo en
silencio, amorosamente, y quisiera alcanzarte con el pensamiento! Pero sólo
conservamos nociones de lo que, habiendo sido malo, se acabó transformando en
bueno; de la infancia y de la inocencia no tenemos nociones.
Cuando yo era un niño callado y no sabía nada de todo lo que nos rodea,
¿no era entonces más que ahora, tras todas las fatigas del corazón y todos sus
esfuerzos y afanes?
Sí, el niño es un ser divino hasta que no se disfraza con los colores
de camaleón del adulto.
Es totalmente lo que es, y por ello es tan hermoso.
La coerción de la ley y del destino no le andan manoseando; en el niño
sólo hay libertad.
En él hay paz; aún no se ha destrozado consigo mismo. Hay en él
riqueza; no conoce su corazón la mezquindad de la vida. Es inmortal, pues nada
sabe de la muerte.
Pero los hombres no pueden soportar esto. Lo divino tiene que volverse
como uno de ellos, tiene que notar que ellos también están ahí, y antes de que
la naturaleza lo expulse de su paraíso, los hombres lo arrancan de él y lo
arrojan al campo de la maldición, para que se gaste trabajando con el sudor de
su frente.
Posteriormente,
Hiperión siente que ha perdido la fe en la grandeza, en la excelsitud de sus
sueños idealistas, y comunica a Belarmino la profunda tristeza que siente:
¿Serás capaz de escucharme, de comprenderme, si te hablo de mi larga y
enferma tristeza?
¡Tómame tal cual me doy y piensa que es mejor morir porque se ha
vivido, que vivir porque no se ha vivido nunca! No envidies a los que carecen
de sufrimientos, ídolos de madera a quienes nada falta precisamente porque sus
almas son tan pobres, a los que no preguntan si llueve o luce el sol, porque
nada tienen que precise de cultivos.
¡Sí!, ¡sí!, es muy fácil ser feliz, estar tranquilo, con un corazón
seco y un espíritu limitado […]
Al menos deberías resignaros, queridas gentes; deberíais asombraros en
silencio si no sois capaces de comprender que hay algunos que no son tan
felices como vosotros, que no son tampoco tan autosuficientes; sí, deberíais
absteneros de convertir en ley vuestra sabiduría, pues obedeceros sería el fin
del mundo […]
Las olas del corazón no estallarían en tan bellas espumas ni se
convertirían en espíritu si no chocaran con el destino, esa vieja roca muda.
Pero también ese impulso acaba muriendo en nuestro pecho y con él
nuestros dioses y su cielo.
El fuego asciende en alegres figuras desde la oscura cuna donde duerme,
y su llama se eleva y cae, y se quiebra y vuelve a retorcerse alegremente,
hasta que su sustancia se consume; entonces humea y lucha y se apaga; lo que
queda son cenizas.
Así sucede con nosotros. Esta es la quintaesencia de todo lo que los
sabios nos cuentan en sus terribles y atrayentes misterios. […]
Hay un olvido de toda existencia, un callar de nuestro ser, que es como
si lo hubiéramos encontrado todo.
Hay un callar, un olvido de toda existencia, que es como si hubiéramos perdido todo; una noche de nuestra alma en que no nos
alumbra el centelleo de ningún astro, ni siquiera un tizón de leña seca […]
Como un río de orillas áridas en cuyas aguas no se refleja ni una sola
hoja de sauce, corría ante mí el mundo desprovisto de toda belleza.
Entonces surge el
amor a través de la figura de Diótima, ser en el que proyecta sus deseos
humanos y cénit del concepto sagrado de belleza.
Diótima está
inspirada en Susette, mujer a la que amó Hölderlin y cuyo amor fue
correspondido, pero que no prosperó porque ella era una mujer casada. Esta
historia es contada por Antonio Pau en su libro Hölderlin: El rayo envuelto en canción:
Y Marie Rätzer lleva a Hölderlin a otro salón, donde está Susette
Gontard, que tiene veintiséis años –cinco menos que su marido-, larga melena
negra, ojos negros, y es, frente a la brusquedad del marido, silenciosa y
discreta. Susette tiene la impresión de conocer al poeta desde siempre, no sólo
porque se parece extraordinariamente a su hermano- eso hace también que los
niños sientan inmediata simpatía por Hölderlin- sino porque, unos meses atrás,
alguien le había regalado un ejemplar de Thalia para que leyera unas páginas
muy bellas, Fragmento de Hiperión, de un tal Hölderlin… […]
Las cartas, muy pronto, dejan de hablar de una felicidad abstracta, y
se centran- sin nombrarla- en Susette. A finales de Junio le escribe a Neuffer:
“Vivo en un mundo nuevo. Creía saber qué es lo bello y lo bueno, pero ahora lo
estoy contemplando con mis propios ojos. Existe un ser en el mundo ante el cual
mi espíritu puede detenerse y mantenerse detenido durante milenios. La gracia y
la majestad, la calma y la vivacidad, el ánimo, el alma y el cuerpo, todo se
funde, en este ser, en un Todo grandioso. Puedes creer en mis palabras: es
difícil imaginar, y más difícil encontrar algo semejante en este mundo”. Y
añade: “Tú sabes bien cómo estaba yo, hastiado de la vida diaria, y sabes que
vivía sin fe, que mi corazón se había vuelto avaro, y por tanto miserable. No
podía haber imaginado que me transformaría en lo que ahora soy. Estoy alegre
como un águila, y no lo estaría de no haber encontrado a este ser único que,
con su resplandor primaveral, ha rejuvenecido, fortalecido, alegrado y
embellecido una vida a la que yo no daba valor alguno”.
Ocho meses más tarde, la descripción de Susette es aún más directa y
apasionada, aunque sigue sin nombrarla. “Es bella como un ángel. Tiene un rostro
tierno, espiritualizado, encantador, celestial. Ah, con qué felicidad me
quedaría mil años junto a ella, olvidándolo todo y también a mí mismo, en una
contemplación bienaventurada. Es tan inagotable la riqueza que emana de la
imagen de esta alma tranquila y modesta. Majestad y ternura, alegría y
gravedad, dulce juego y soberana tristeza, vida y espíritu, no sólo ella, sino
todo lo que emana de ella se armoniza en un conjunto divino”.
El final de la
historia entre Hölderlin y Susette la define muy bien Antonio Pau con estas
palabras: “Se hizo la noche ante nosotros”. Ambos saben que su amor no puede
fructificar, y Susette expresa su nostalgia por Hölderlin: “Qué vacía y desierta me encuentro a mí misma, y a todo lo que me
rodea, desde que te fuiste. Es como si mi vida hubiese perdido todo su sentido,
y no la percibo ya más que por el sufrimiento. Pero ¡cómo amo ahora este
sufrimiento! Cuando se aleja, todo se vuelve insensible a mi alrededor y estoy
deseando que vuelva. Ya sólo me pueden serenar las lágrimas que vierto sobre mi
destino…”. […]
Las apasionadas declaraciones amorosas recorren el dolorido epistolario
de Susette Gontard: “La semilla del amor está profunda e indestructiblemente
asentada dentro de mi ser”, le dice en una de las cartas. “Nunca volverán a
amarte como te amo. Nunca volverás a amar como me amas”, le dice en otra. Y
aunque Susette parece tener alguna esperanza-“nuestras almas acabarán
encontrándose para siempre, para toda la eternidad”; “no dudes de que lo que
nos encadena el uno al otro perdurará en nuestro interior mientras vivamos, y
nunca perderemos la confianza en que volveremos a encontrarnos y sentir la
alegría; “algún poder misterioso y desconocido guiará bondadosa y
consoladoramente nuestro destino”-, conforme avanzan los meses y las cartas, el
tono se hace más sombrío: “Se mezclan en mi corazón el dolor y la alegría, y un
temeroso presentimiento del futuro”; “la triste y dulce melancolía de mi ánimo
tal vez no se borre nunca de él”. “!Tengo tanto miedo!”, repite en las últimas cartas.
Hay conmovedores detalles de cariño, como la visita furtiva de Susette
a la buhardilla en que vivió Hölderlin: “He vuelto a tu habitación. He abierto
tu escritorio y he encontrado unos pedacitos de papel, un poco de lacre, un
botoncito blanco y un trozo de pan negro endurecido. Durante mucho tiempo he
llevado todo eso conmigo como una reliquia”. Cuando, varios meses después, un
viejo amigo de la familia, el banquero Ludwig Zeerleder, llegue de visita y
ocupe la habitación en que vivió el poeta, Susette le escribirá a Hölderlin:
“Cuando suba a verle, alguna vez caerá de mis ojos una lágrima furtiva. Quizá
entonces comprenda lo que siento, y podré encontrar reposo en su alma”.
Susette no deja que decaiga el ánimo de Hölderlin en su tarea poética.
“Estás en deuda con el mundo –le dice-. Tienes que devolverle, transfigurado,
todo lo que tú ves en él de una manera tan excelsa. ¡Hay tan pocos como tú! Lo
que ahora parece no producir efecto, está reservado para producirlo en el
futuro”. Y hay en una de las cartas un acertado juicio sobre Hyperion: “Me he
dado cuenta de que tú llamas siempre novela a tu querido Hyperion, cuando yo
siempre lo he visto como un hermoso poema”.
Los encuentros furtivos, que a veces se distanciaban varios meses, no
eran apenas nada: “una mirada y un apretón de manos”, unas pocas palabras
susurradas, la entrega de una carta o de un poema entre las ramas de un seto.
Pero la inquietud que esos encuentros producían en Susette, por temor a ser
vista, hace que también esos encuentros terminen. En la última carta, de
mediados de mayo de 1800, escrita con letra tan apresurada que apenas resulta
legible, le pide a Hölderlin que no vuelva ya más. “Deja que sigamos nuestros
caminos con confianza. Seguiremos siendo felices en nuestro dolor. Y ojalá
permanezca mucho tiempo el dolor en nosotros, porque él nos dará fuerza y
nobleza”.
De vuelta a la
novela, Diótima brota por primera vez en ella como la flor azul de los más
hermosos sueños de Novalis, ya que el primer conocimiento que tenemos de ella
remite a las sensaciones del espíritu de Hiperión cuando la contempla:
He visto una vez lo único, lo que mi alma buscaba, y la perfección que
situamos lejos, más allá de las estrellas, que relegamos al final del tiempo,
yo la he sentido presente. ¡Estaba aquí, lo más elevado estaba aquí, en el
círculo de la naturaleza humana y de las cosas!
Ya no pregunto dónde está; estaba en el mundo, puede volver a él, sólo
que ahora está más oculto en él. Ya no pregunto qué es; lo he visto, lo he
conocido.
¡Oh, vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la
profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado,
en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas!
¿Sabéis su nombre? ¿El nombre de lo que es uno y es todo? Su nombre es belleza.
¿Sabíais lo que queríais? Todavía no lo sé yo, pero lo intuyo, el nuevo
reino de la nueva divinidad, y corro hacia él y cojo a los demás y los llevo
conmigo como el río lleva a los otros ríos al océano.
¡Y eres tú, tú quien me ha indicado el camino! Contigo empecé. No
merecen palabras los días en que aún no te conocía…
¡Oh, Diotima, Diotima, ser celestial!
De esta forma, la belleza
resplandece a través del amor:
¿Qué vale todo lo que los hombres hacen y piensan durante milenios
frente a un solo momento de amor? ¡Y es también lo más logrado, lo más
hermosamente divino de la naturaleza! A él conducen todas las gradas desde el
umbral de la vida. De él venimos, a él vamos.
Y a través de la
fuente de la belleza manan el arte, la filosofía y la religión, como sucede en
el admirado mundo griego:
El primer hijo de la belleza humana, de la belleza divina, es el arte.
En él se rejuvenece y se perpetúa a sí mismo el hombre divino. Quiere sentirse
a sí mismo, por eso coloca su belleza frente a sí. Así se dio el hombre a sí
mismo sus dioses. Pues al principio el hombre y sus dioses eran una sola cosa,
y en ella, desconocida de sí misma, estaba la belleza eterna… Hablo de un
misterio, pero existen…
El primer hijo de la belleza divina es el arte. Así ocurrió entre los
atenienses.
La segunda hija de la belleza es la religión. Religión es amor de la
belleza. El sabio la ama por sí misma, infinita, omnicomprensiva; el pueblo ama
a sus hijos, los dioses, que le aparecen con numerosos rostros. También fue así
en Atenas. Y sin tal amor a la belleza, sin tal religión, todo Estado es un
flaco esqueleto sin vida ni espíritu, y todo pensamiento y toda acción un árbol
sin copa, una columna tronchada.
Que realmente éste fue el caso entre los griegos, y especialmente entre
los atenienses, que su arte y su religión son los auténticos hijos de la
belleza eterna –de la naturaleza humana realizada- y sólo podían proceder de la
naturaleza humana realizada, se muestra claramente sólo con querer ver con
mirada imparcial los objetos de su arte sagrado y la religión con la que amaban
y honraban aquellos objetos […]
En la segunda parte,
Hiperión tiene que dejar a Diótima para luchar militarmente con el objeto de
liberar a Grecia de los grilletes de su servilismo y lograr la libertad, de la
que surgirá todo lo que es bello. Con ese sueño en la mente, habla a su amigo
Alabanda sobre la necesidad de la lucha:
Cuando nuestro espíritu se rejuvenece con la imagen de tales
naturalezas, vamos alegremente al combate, un fuego celeste nos arrastra hacia
grandes hechos y no se persigue entonces meta alguna pequeña […] ¡Que nada,
incluso lo más pequeño, lo más cotidiano, carezca de espíritu y de dioses! […]
En la soledad de la
lucha, dos situaciones animan el alma de Hiperión. La primera de ellas es su
propio canto al destino para mitigar su dolor:
¡Andáis arriba, en la luz/ Por blando suelo, genios felices!/
Espléndidas brisas divinas/ os rozan apenas, / como los dedos de la artista/
las cuerdas sagradas. / Carentes de destino, como el niño/ dormido, respiran
los celestes; / con pudor preservado/ en humilde capullo, / florece
eternamente/ el espíritu en ellos, / y sus ojos felices/ contemplan en
tranquila y eterna claridad. / Pero a nosotros no nos es dado/ descansar en
ninguna parte; / desaparecen, sufren/ los hombres, caen/ ciegamente de una hora
en otra/ como agua, de roca/ en roca arrojada/ durante años a la incertidumbre.
La segunda es la
carta que recibe de su amada Diótima:
… ¡Oh, dulce voz!, vuelvo a oírte de nuevo, el
lenguaje del amor me ha tranquilizado otra vez como aire de mayo, y tus
hermosas esperanzas de alegría, la encantadora visión de nuestra felicidad
futura, me han ilusionado también a mí por un momento.
Querido soñador, ¿por qué tengo que despertarte? ¿Por qué no puedo
decirte: ven y haz realidad los hermosos días que me prometes? Pero es
demasiado tarde. Tu amada está marchita desde que tú te fuiste, un fuego
interior me ha consumido lentamente, y sólo quedan de mí ligeros restos. ¡No te
enfades! Todo lo que hay en la naturaleza se purifica, y el florecer de la vida
se libera en todas partes cada vez más de la grosera materia.
¡Queridísimo Hiperión, seguro que no pensabas oír este año mi canto del
cisne!
Finalmente, el sueño
de una Grecia al modo clásico se evapora en el aire. La pretensión de una unión
fraternal universal fue la quimera de su imaginación; y el amor utópico por su
Diótima, de tintes prerrománticos, estaba abocado al fracaso, ya que a lo largo
de su transcurso Hiperión vivió la historia en su mayor parte desde la
distancia, alimentándose en su soledad con la evocación de su presencia divina.
La tenía tan elevada en los altares celestiales que el único destino posible
era la tragedia, como le anuncia primeramente Diótima en su última carta,
teñida del adiós eterno:
…El mundo, con su hermosura, es mi Olimpo, el Olimpo vivo, presente,
eternamente joven, que florece en torno a tus sentidos. El mundo, con su
hermosura, es mi Olimpo; en él vivirás y recobrarás tu alegría con las sagradas
criaturas de este mundo, con los dioses de la naturaleza […]
Existiré; no me pregunto en qué me convertiré. Existir, vivir, es
bastante, es la gloria de los dioses; y por eso da igual qué vida haya en el
mundo de los dioses, y en él no hay señores ni siervos. Las naturalezas viven
unas con otras como amantes; todo lo tienen en común, espíritu, alegría y
eterna juventud […]
¡Afligido amigo! Pronto, pronto serás más feliz. Tu laurel aún no ha
crecido, y tus mirtos se marchitarían, pues tú debes ser sacerdote de la divina
naturaleza y ya germinan en ti los días poéticos.
¡Oh, si yo pudiera verte en tu futura belleza! Adiós.
La siguiente carta la
manda Notara, madre de Diótima, comunicando la muerte de su hija:
Al día siguiente de escribirte por última vez se tranquilizó por completo,
habló aún unas pocas palabras, dijo también entonces que preferiría separarse
de la tierra por medio del fuego, en vez de ser enterrada, y que debíamos
juntar sus cenizas en una urna y colocarla en el bosque, en el lugar donde tú,
querido Hiperión, la encontraste por primera vez. Poco después, cuando comenzó
a oscurecer, nos dio las buenas noches, como si deseara dormir, y cruzó los
brazos en torno a su hermosa cabeza; hasta el amanecer, más o menos, le oímos
respirar. Como entonces todo quedó en silencio y yo no oía ya nada, me acerqué
a ella y escuché.
¡Oh, Hiperión! ¿Qué más debo decir? Se había acabado, y nuestros
lamentos ya no la despertaron […]
Hiperión, te he visto en momentos en que me pareciste un ser superior.
Ahora has sido puesto a prueba y debes mostrar quién eres. Adiós.
A Hiperión no le
queda más remedio que refugiarse en la Naturaleza (el origen primero), y ser el
sacerdote de su divinidad, como le pidió Diótima:
… Cuando descansaba en la hierba y el verdor
de su tierna vida me rodeaba, cuando subía a la tibia colina donde las rosas
crecen al borde del sendero pedregoso, o cuando recorría en barca las riberas
del río y todas las islas que su cuidado mantiene.
Y a menudo, cuando de mañana, subía a la cumbre de la montaña como los
enfermos van en busca de la fuente milagrosa, por entre las flores aún
dormidas, y mientras que junto a mí las avecillas, saciadas de las dulzuras del
sueño, echaban a volar desde los matorrales, titubeando en la luz del amanecer
y ávidas del día, y el aire, ya más vivo, llevaba hasta lo alto las oraciones
de los valles, las voces de los rebaños y el son de las campanas matinales, y
después, cuando la alta luz, con su serenidad divina, recorría su camino
habitual, encantando la tierra con la vida inmortal que templaba su corazón, y
todos sus hijos volvían a sentirse vivos… entonces, como la luna que se queda
un rato en el cielo para compartir la alegría del día, permanecía solitario yo
también por encima de la llanura, y derramaba lágrimas de amor contemplando sus
límites y el brillo de las corrientes de agua, y durante mucho tiempo no podía
apartar los ojos de aquel espectáculo…
La conclusión final
de la obra queda expresada por las palabras de Hiperión a Belarmino en su
última carta:
Tampoco nosotros, Diotima, tampoco nosotros estamos separados, y llorar
por ti es no comprenderlo. Nosotros somos notas vivas sonando conjuntamente en
tu armonía, ¡oh naturaleza! ¿Y quién podría romperla?, ¿quién puede separar a
los que se aman?
¡Oh alma, alma! ¡Belleza del mundo, indestructible, fascinante, en tu
eterna juventud! Tú existes; ¿qué son, pues, la muerte y todo el sufrimiento de
los hombres? ¡Ah, cuántas palabras huecas y cuántas extravagancias se han
dicho! Sin embargo, todo nace del deseo y todo acaba en la paz.
Como riñas entre amantes son las disonancias del mundo. En la disputa
está latente la reconciliación, y todo lo que se separa vuelve a encontrarse.
Las arterias se dividen, pero vuelven al corazón y todo es única,
eterna y ardiente vida.
Merece la pena leer,
aparte de la obra, algunos de los muchos versos que Hölderlin escribió a
Susette (Diótima en sus escritos), y que se engarzan armónicamente con la
musicalidad de la historia de este Hiperión
sublime:
Largamente muerto y replegado en sí mismo
mi corazón saluda la Belleza del mundo,
sus ramas florecen y echan brotes,
abultadas por una savia nueva.
mi corazón saluda la Belleza del mundo,
sus ramas florecen y echan brotes,
abultadas por una savia nueva.
¡Oh, yo volveré a vivir!,
así como el feliz esfuerzo de mis flores
atravesando su dura cápsula
se lanza hacia el aire y la luz.
así como el feliz esfuerzo de mis flores
atravesando su dura cápsula
se lanza hacia el aire y la luz.
¡Diótima, dichoso
ser!
Alma sublime por
quien mi corazón,
repuesto de la
angustia de vivir,
se promete la
juventud eterna de los dioses.
¡Nuestro cielo
durará!
Antes ya de verse,
nuestras almas,
ligadas por sus
insondables honduras,
se habían reconocido.
Cuando, envuelto por
los sueños de la infancia
apacible como el azul
del día,
yo descansaba sobre
el suelo entibiado
bajo los árboles de
mi jardín,
cuando empezaba la
primavera de mi vida
con suaves acordes de
gozo y belleza,
el alma de Diótima,
como un céfiro,
pasaba entre las
ramas sobre mí.
Y cuando, tal una
leyenda,
la belleza se borró
de mi vida,
y me hallé indigente
y ciego,
excluido de tanto
paraíso,
cuando el peso del
día me aplastaba
y mi vida fría y
descolorida
deseaba ya,
declinante,
el mudo reino de las
sombras:
¡entonces, del Ideal
volvieron,
como desde el cielo,
fuerza y ánimo,
y apareciste radiante
en mi noche,
divina imagen!
Dejando el puerto
mudo para unirme a ti,
lancé de nuevo mi
nave adormecida
al azul del océano.
Ahora he vuelto a
encontrarte,
más hermosa que como
te había soñado
en las horas solemnes
del amor.
¡Noble y buena, allí
estás!
¡Oh pobreza de la
fantasía,
sólo tú, Naturaleza,
puedes crear este modelo único,
en medio de eternas
armonías,
feliz en tu
perfección!
Como los
bienaventurados en sus altos parajes,
donde el júbilo busca
refugio
y florece la
inalterable belleza
liberada de la
existencia.
Como Urania,
melodiosa
en medio del caos
desencadenado,
ella sigue divina y
pura
entre la ruina de los
tiempos.
Tras prodigarle todos
los homenajes,
mi espíritu confuso,
vencido,
trató de conquistar
a la que sobrepasa
sus pensamientos
más atrevidos. Ardor
solar
y dulzura primaveral,
guerra
y paz, luchan en el
fondo de mi corazón
frente a esta imagen angélica.
Muchas veces vertí
ante ella
oleadas de lágrimas
de mi corazón,
y traté, en cada
acorde de la vida,
de vibrar al unísono
con su dulzura.
A veces, herido en lo
profundo,
imploré su piedad,
cuando el cielo que
ella posee
se abre claro y santo
a mis ojos.
Pero cuando en su
silencio, rico infinitamente,
con uno sola mirada,
una sola palabra
su alma transmite a
la mía
su paz y su plenitud,
cuando veo al dios
que me anima
alumbrar una llama en
su frente,
y vencido por la
admiración
me acuso ante ella de
mi nada,
entonces su alma
celeste me precipita
en la dulzura de un
juego infantil,
y bajo su hechizo mis
cadenas
se desanudan
gozosamente.
¡Así desaparece mi
pobre denuedo
y se borra el último
rastro de mis luchas!
Mi naturaleza mortal
entra
en la plenitud de una
vida de dios.
Y en adelante, mi
elemento es
ese donde ninguna
fuerza terrestre,
ninguna orden divina
nos separa más,
allí donde saboreamos
la unión total.
Porque allí, tiempos,
cálculos
que nada valen,
necesidad, son olvidados:
por fin entonces me
siento vivir.
Así como la
constelación de las Tindáridas
con majestuoso
centelleo
prosigue su trayecto,
apacible como nosotros,
en las alturas del
cielo nocturno,
también declina,
ancha y brillante,
desde la bóveda del
cielo
hacia el oleaje donde
la llama un dulce reposo.
Y nosotros, oh ardor
de nuestras almas,
encontramos en ti una
tumba bendita,
nos abismamos en el
oleaje
exultante de un
júbilo mudo;
luego, cuando nos
llama la hora,
despiertos ya, llenos
de un orgullo nuevo,
volvemos como las
estrellas
a la noche breve de
la vida.
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