miércoles, 31 de octubre de 2012

Hiperión: la belleza de una joya

                                                            


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Sobre diversos pilares se edifica esta monumental novela del divino poeta Hölderlin: Hiperión, cuyas palabras alcanzan la cima de la pureza. Algunos de esos pilares son: el reflejo del panteísmo, y más concretamente de la cita spinoziana: Deus sive natura (Dios o Naturaleza), por la cual la realidad es un sistema único cuyas partes se refieren siempre a un todo, a una sustancia única llamada Naturaleza o Dios; el sueño de la perfección del alma humana, la idealización de la Grecia Antigua, la idealización del Amor representado a través de un nombre platónico: Diótima, el placer de contemplar la Belleza en su concepto sagrado, la aplicación de su propia máxima: “Cercano está el Dios, pero difícil es captarlo; y donde crece el peligro crece también lo que nos salva”…
Esta novela epistolar, escrita a finales del siglo XVIII, se encuentra inmersa en el idealismo alemán y en los rayos del primer Romanticismo. En ese idealismo alemán se admiraba a la Grecia Antigua, hasta el punto de que los alemanes llegaron a sentirla como su propia seña de identidad. De ese país se enamoraron sin haberlo visto nunca; e incluso no se atrevían a viajar y conocerlo por el temor infundado de que se llevaran una decepción y se rompiera el sueño. Todo este amor por Grecia se debió a la influencia que ejerció Winckelmann, como nos cuenta Rosa Sala Rose en su gran ensayo El misterioso caso alemán: En general, todo parece apuntar a que el sueño helénico de Winckelmann, con sus griegos libres y bellos, fue en gran medida un extraordinario ejercicio de sublimación erótica, del que, a través de un efecto extraño de simpatía colectiva inconsciente, cayó víctima una Alemania que, con su sentido protestante de deber y su negligencia pietista del cuerpo, resultaba especialmente proclive a este tipo de seducción.
La novela se configura a través de una sucesión de cartas que el griego Hiperión dirige a un amigo alemán (sin voz en la novela), llamado Belarmino. Comienza la novela epistolar con el regreso de Hiperión a su Grecia natal con una mezcla de alegría y dolor, pero encontrando consuelo en la unión con la naturaleza a través del “todo-uno” del idealismo alemán, por el cual el propio ente se funde con la belleza de la naturaleza, observándose en ejemplos tales como: ¡Feliz naturaleza! No sé lo que me pasa cuando alzo los ojos ante tu belleza, pero en las lágrimas que lloro ante ti, la bienamada de las bienamadas, hay toda la alegría del cielo. Todo mi ser calla y escucha cuando las dulces ondas del aire juegan en torno de mi pecho. Perdido en el inmenso azul, levanto a menudo los ojos al Éter y los inclino hacia el sagrado mar, y es como si un espíritu familiar me abriera los brazos, como si se disolviera el dolor de la soledad en la vida de la divinidad.
Ser uno con todo, ésa es la vida de la divinidad, ése es el cielo del hombre.
Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías, ésta es la sagrada cumbre de la montaña, el lugar del reposo eterno donde el mediodía pierde su calor sofocante y el trueno su voz, y el hirviente mar se asemeja a los trigales ondulantes.
Otro tema importante en esta primera parte de su obra es el recuerdo de su infancia, la evocación de ese pasado de libertad y de calma, que fue uno de los motivos por los cuales había vuelto a Grecia, al país donde se encuentra el escenario de sus juegos de niñez y del que regresa al comienzo de la novela, como se ha dicho antes:
¡Calma de la infancia, calma divina! ¡Cuántas veces te contemplo en silencio, amorosamente, y quisiera alcanzarte con el pensamiento! Pero sólo conservamos nociones de lo que, habiendo sido malo, se acabó transformando en bueno; de la infancia y de la inocencia no tenemos nociones.
Cuando yo era un niño callado y no sabía nada de todo lo que nos rodea, ¿no era entonces más que ahora, tras todas las fatigas del corazón y todos sus esfuerzos y afanes?
Sí, el niño es un ser divino hasta que no se disfraza con los colores de camaleón del adulto.
Es totalmente lo que es, y por ello es tan hermoso.
La coerción de la ley y del destino no le andan manoseando; en el niño sólo hay libertad.
En él hay paz; aún no se ha destrozado consigo mismo. Hay en él riqueza; no conoce su corazón la mezquindad de la vida. Es inmortal, pues nada sabe de la muerte.
Pero los hombres no pueden soportar esto. Lo divino tiene que volverse como uno de ellos, tiene que notar que ellos también están ahí, y antes de que la naturaleza lo expulse de su paraíso, los hombres lo arrancan de él y lo arrojan al campo de la maldición, para que se gaste trabajando con el sudor de su frente
Posteriormente, Hiperión siente que ha perdido la fe en la grandeza, en la excelsitud de sus sueños idealistas, y comunica a Belarmino la profunda tristeza que siente:
¿Serás capaz de escucharme, de comprenderme, si te hablo de mi larga y enferma tristeza?
¡Tómame tal cual me doy y piensa que es mejor morir porque se ha vivido, que vivir porque no se ha vivido nunca! No envidies a los que carecen de sufrimientos, ídolos de madera a quienes nada falta precisamente porque sus almas son tan pobres, a los que no preguntan si llueve o luce el sol, porque nada tienen que precise de cultivos.
¡Sí!, ¡sí!, es muy fácil ser feliz, estar tranquilo, con un corazón seco y un espíritu limitado […]
Al menos deberías resignaros, queridas gentes; deberíais asombraros en silencio si no sois capaces de comprender que hay algunos que no son tan felices como vosotros, que no son tampoco tan autosuficientes; sí, deberíais absteneros de convertir en ley vuestra sabiduría, pues obedeceros sería el fin del mundo […]
Las olas del corazón no estallarían en tan bellas espumas ni se convertirían en espíritu si no chocaran con el destino, esa vieja roca muda.
Pero también ese impulso acaba muriendo en nuestro pecho y con él nuestros dioses y su cielo.
El fuego asciende en alegres figuras desde la oscura cuna donde duerme, y su llama se eleva y cae, y se quiebra y vuelve a retorcerse alegremente, hasta que su sustancia se consume; entonces humea y lucha y se apaga; lo que queda son cenizas.
Así sucede con nosotros. Esta es la quintaesencia de todo lo que los sabios nos cuentan en sus terribles y atrayentes misterios. […]
Hay un olvido de toda existencia, un callar de nuestro ser, que es como si lo hubiéramos encontrado todo.
Hay un callar, un olvido de toda existencia,  que es como si hubiéramos perdido todo;  una noche de nuestra alma en que no nos alumbra el centelleo de ningún astro, ni siquiera un tizón de leña seca […]
Como un río de orillas áridas en cuyas aguas no se refleja ni una sola hoja de sauce, corría ante mí el mundo desprovisto de toda belleza.
Entonces surge el amor a través de la figura de Diótima, ser en el que proyecta sus deseos humanos y cénit del concepto sagrado de belleza.
Diótima está inspirada en Susette, mujer a la que amó Hölderlin y cuyo amor fue correspondido, pero que no prosperó porque ella era una mujer casada. Esta historia es contada por Antonio Pau en su libro Hölderlin: El rayo envuelto en canción:
Y Marie Rätzer lleva a Hölderlin a otro salón, donde está Susette Gontard, que tiene veintiséis años –cinco menos que su marido-, larga melena negra, ojos negros, y es, frente a la brusquedad del marido, silenciosa y discreta. Susette tiene la impresión de conocer al poeta desde siempre, no sólo porque se parece extraordinariamente a su hermano- eso hace también que los niños sientan inmediata simpatía por Hölderlin- sino porque, unos meses atrás, alguien le había regalado un ejemplar de Thalia para que leyera unas páginas muy bellas, Fragmento de Hiperión, de un tal Hölderlin… […]
Las cartas, muy pronto, dejan de hablar de una felicidad abstracta, y se centran- sin nombrarla- en Susette. A finales de Junio le escribe a Neuffer: “Vivo en un mundo nuevo. Creía saber qué es lo bello y lo bueno, pero ahora lo estoy contemplando con mis propios ojos. Existe un ser en el mundo ante el cual mi espíritu puede detenerse y mantenerse detenido durante milenios. La gracia y la majestad, la calma y la vivacidad, el ánimo, el alma y el cuerpo, todo se funde, en este ser, en un Todo grandioso. Puedes creer en mis palabras: es difícil imaginar, y más difícil encontrar algo semejante en este mundo”. Y añade: “Tú sabes bien cómo estaba yo, hastiado de la vida diaria, y sabes que vivía sin fe, que mi corazón se había vuelto avaro, y por tanto miserable. No podía haber imaginado que me transformaría en lo que ahora soy. Estoy alegre como un águila, y no lo estaría de no haber encontrado a este ser único que, con su resplandor primaveral, ha rejuvenecido, fortalecido, alegrado y embellecido una vida a la que yo no daba valor alguno”.
Ocho meses más tarde, la descripción de Susette es aún más directa y apasionada, aunque sigue sin nombrarla. “Es bella como un ángel. Tiene un rostro tierno, espiritualizado, encantador, celestial. Ah, con qué felicidad me quedaría mil años junto a ella, olvidándolo todo y también a mí mismo, en una contemplación bienaventurada. Es tan inagotable la riqueza que emana de la imagen de esta alma tranquila y modesta. Majestad y ternura, alegría y gravedad, dulce juego y soberana tristeza, vida y espíritu, no sólo ella, sino todo lo que emana de ella se armoniza en un conjunto divino”.
El final de la historia entre Hölderlin y Susette la define muy bien Antonio Pau con estas palabras: “Se hizo la noche ante nosotros”. Ambos saben que su amor no puede fructificar, y Susette expresa su nostalgia por Hölderlin: “Qué vacía y desierta me encuentro a mí misma, y a todo lo que me rodea, desde que te fuiste. Es como si mi vida hubiese perdido todo su sentido, y no la percibo ya más que por el sufrimiento. Pero ¡cómo amo ahora este sufrimiento! Cuando se aleja, todo se vuelve insensible a mi alrededor y estoy deseando que vuelva. Ya sólo me pueden serenar las lágrimas que vierto sobre mi destino…”. […]
Las apasionadas declaraciones amorosas recorren el dolorido epistolario de Susette Gontard: “La semilla del amor está profunda e indestructiblemente asentada dentro de mi ser”, le dice en una de las cartas. “Nunca volverán a amarte como te amo. Nunca volverás a amar como me amas”, le dice en otra. Y aunque Susette parece tener alguna esperanza-“nuestras almas acabarán encontrándose para siempre, para toda la eternidad”; “no dudes de que lo que nos encadena el uno al otro perdurará en nuestro interior mientras vivamos, y nunca perderemos la confianza en que volveremos a encontrarnos y sentir la alegría; “algún poder misterioso y desconocido guiará bondadosa y consoladoramente nuestro destino”-, conforme avanzan los meses y las cartas, el tono se hace más sombrío: “Se mezclan en mi corazón el dolor y la alegría, y un temeroso presentimiento del futuro”; “la triste y dulce melancolía de mi ánimo tal vez no se borre nunca de él”. “!Tengo tanto miedo!”, repite en las últimas cartas.
Hay conmovedores detalles de cariño, como la visita furtiva de Susette a la buhardilla en que vivió Hölderlin: “He vuelto a tu habitación. He abierto tu escritorio y he encontrado unos pedacitos de papel, un poco de lacre, un botoncito blanco y un trozo de pan negro endurecido. Durante mucho tiempo he llevado todo eso conmigo como una reliquia”. Cuando, varios meses después, un viejo amigo de la familia, el banquero Ludwig Zeerleder, llegue de visita y ocupe la habitación en que vivió el poeta, Susette le escribirá a Hölderlin: “Cuando suba a verle, alguna vez caerá de mis ojos una lágrima furtiva. Quizá entonces comprenda lo que siento, y podré encontrar reposo en su alma”.
Susette no deja que decaiga el ánimo de Hölderlin en su tarea poética. “Estás en deuda con el mundo –le dice-. Tienes que devolverle, transfigurado, todo lo que tú ves en él de una manera tan excelsa. ¡Hay tan pocos como tú! Lo que ahora parece no producir efecto, está reservado para producirlo en el futuro”. Y hay en una de las cartas un acertado juicio sobre Hyperion: “Me he dado cuenta de que tú llamas siempre novela a tu querido Hyperion, cuando yo siempre lo he visto como un hermoso poema”.
Los encuentros furtivos, que a veces se distanciaban varios meses, no eran apenas nada: “una mirada y un apretón de manos”, unas pocas palabras susurradas, la entrega de una carta o de un poema entre las ramas de un seto. Pero la inquietud que esos encuentros producían en Susette, por temor a ser vista, hace que también esos encuentros terminen. En la última carta, de mediados de mayo de 1800, escrita con letra tan apresurada que apenas resulta legible, le pide a Hölderlin que no vuelva ya más. “Deja que sigamos nuestros caminos con confianza. Seguiremos siendo felices en nuestro dolor. Y ojalá permanezca mucho tiempo el dolor en nosotros, porque él nos dará fuerza y nobleza”.
De vuelta a la novela, Diótima brota por primera vez en ella como la flor azul de los más hermosos sueños de Novalis, ya que el primer conocimiento que tenemos de ella remite a las sensaciones del espíritu de Hiperión cuando la contempla:
He visto una vez lo único, lo que mi alma buscaba, y la perfección que situamos lejos, más allá de las estrellas, que relegamos al final del tiempo, yo la he sentido presente. ¡Estaba aquí, lo más elevado estaba aquí, en el círculo de la naturaleza humana y de las cosas!
Ya no pregunto dónde está; estaba en el mundo, puede volver a él, sólo que ahora está más oculto en él. Ya no pregunto qué es; lo he visto, lo he conocido.
¡Oh, vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas! ¿Sabéis su nombre? ¿El nombre de lo que es uno y es todo? Su nombre es belleza.
¿Sabíais lo que queríais? Todavía no lo sé yo, pero lo intuyo, el nuevo reino de la nueva divinidad, y corro hacia él y cojo a los demás y los llevo conmigo como el río lleva a los otros ríos al océano.
¡Y eres tú, tú quien me ha indicado el camino! Contigo empecé. No merecen palabras los días en que aún no te conocía…
¡Oh, Diotima, Diotima, ser celestial!
  De esta forma, la belleza resplandece a través del amor:
¿Qué vale todo lo que los hombres hacen y piensan durante milenios frente a un solo momento de amor? ¡Y es también lo más logrado, lo más hermosamente divino de la naturaleza! A él conducen todas las gradas desde el umbral de la vida. De él venimos, a él vamos.
Y a través de la fuente de la belleza manan el arte, la filosofía y la religión, como sucede en el admirado mundo griego:
El primer hijo de la belleza humana, de la belleza divina, es el arte. En él se rejuvenece y se perpetúa a sí mismo el hombre divino. Quiere sentirse a sí mismo, por eso coloca su belleza frente a sí. Así se dio el hombre a sí mismo sus dioses. Pues al principio el hombre y sus dioses eran una sola cosa, y en ella, desconocida de sí misma, estaba la belleza eterna… Hablo de un misterio, pero existen…
El primer hijo de la belleza divina es el arte. Así ocurrió entre los atenienses.
La segunda hija de la belleza es la religión. Religión es amor de la belleza. El sabio la ama por sí misma, infinita, omnicomprensiva; el pueblo ama a sus hijos, los dioses, que le aparecen con numerosos rostros. También fue así en Atenas. Y sin tal amor a la belleza, sin tal religión, todo Estado es un flaco esqueleto sin vida ni espíritu, y todo pensamiento y toda acción un árbol sin copa, una columna tronchada.
Que realmente éste fue el caso entre los griegos, y especialmente entre los atenienses, que su arte y su religión son los auténticos hijos de la belleza eterna –de la naturaleza humana realizada- y sólo podían proceder de la naturaleza humana realizada, se muestra claramente sólo con querer ver con mirada imparcial los objetos de su arte sagrado y la religión con la que amaban y honraban aquellos objetos […]
En la segunda parte, Hiperión tiene que dejar a Diótima para luchar militarmente con el objeto de liberar a Grecia de los grilletes de su servilismo y lograr la libertad, de la que surgirá todo lo que es bello. Con ese sueño en la mente, habla a su amigo Alabanda sobre la necesidad de la lucha:
Cuando nuestro espíritu se rejuvenece con la imagen de tales naturalezas, vamos alegremente al combate, un fuego celeste nos arrastra hacia grandes hechos y no se persigue entonces meta alguna pequeña […] ¡Que nada, incluso lo más pequeño, lo más cotidiano, carezca de espíritu y de dioses! […]
En la soledad de la lucha, dos situaciones animan el alma de Hiperión. La primera de ellas es su propio canto al destino para mitigar su dolor:
¡Andáis arriba, en la luz/ Por blando suelo, genios felices!/ Espléndidas brisas divinas/ os rozan apenas, / como los dedos de la artista/ las cuerdas sagradas. / Carentes de destino, como el niño/ dormido, respiran los celestes; / con pudor preservado/ en humilde capullo, / florece eternamente/ el espíritu en ellos, / y sus ojos felices/ contemplan en tranquila y eterna claridad. / Pero a nosotros no nos es dado/ descansar en ninguna parte; / desaparecen, sufren/ los hombres, caen/ ciegamente de una hora en otra/ como agua, de roca/ en roca arrojada/ durante años a la incertidumbre.
La segunda es la carta que recibe de su amada Diótima:
¡Oh, dulce voz!, vuelvo a oírte de nuevo, el lenguaje del amor me ha tranquilizado otra vez como aire de mayo, y tus hermosas esperanzas de alegría, la encantadora visión de nuestra felicidad futura, me han ilusionado también a mí por un momento.
Querido soñador, ¿por qué tengo que despertarte? ¿Por qué no puedo decirte: ven y haz realidad los hermosos días que me prometes? Pero es demasiado tarde. Tu amada está marchita desde que tú te fuiste, un fuego interior me ha consumido lentamente, y sólo quedan de mí ligeros restos. ¡No te enfades! Todo lo que hay en la naturaleza se purifica, y el florecer de la vida se libera en todas partes cada vez más de la grosera materia.
¡Queridísimo Hiperión, seguro que no pensabas oír este año mi canto del cisne!
Finalmente, el sueño de una Grecia al modo clásico se evapora en el aire. La pretensión de una unión fraternal universal fue la quimera de su imaginación; y el amor utópico por su Diótima, de tintes prerrománticos, estaba abocado al fracaso, ya que a lo largo de su transcurso Hiperión vivió la historia en su mayor parte desde la distancia, alimentándose en su soledad con la evocación de su presencia divina. La tenía tan elevada en los altares celestiales que el único destino posible era la tragedia, como le anuncia primeramente Diótima en su última carta, teñida del adiós eterno:
El mundo, con su hermosura, es mi Olimpo, el Olimpo vivo, presente, eternamente joven, que florece en torno a tus sentidos. El mundo, con su hermosura, es mi Olimpo; en él vivirás y recobrarás tu alegría con las sagradas criaturas de este mundo, con los dioses de la naturaleza […]
Existiré; no me pregunto en qué me convertiré. Existir, vivir, es bastante, es la gloria de los dioses; y por eso da igual qué vida haya en el mundo de los dioses, y en él no hay señores ni siervos. Las naturalezas viven unas con otras como amantes; todo lo tienen en común, espíritu, alegría y eterna juventud […]
¡Afligido amigo! Pronto, pronto serás más feliz. Tu laurel aún no ha crecido, y tus mirtos se marchitarían, pues tú debes ser sacerdote de la divina naturaleza y ya germinan en ti los días poéticos.
¡Oh, si yo pudiera verte en tu futura belleza! Adiós.
La siguiente carta la manda Notara, madre de Diótima, comunicando la muerte de su hija:
Al día siguiente de escribirte por última vez se tranquilizó por completo, habló aún unas pocas palabras, dijo también entonces que preferiría separarse de la tierra por medio del fuego, en vez de ser enterrada, y que debíamos juntar sus cenizas en una urna y colocarla en el bosque, en el lugar donde tú, querido Hiperión, la encontraste por primera vez. Poco después, cuando comenzó a oscurecer, nos dio las buenas noches, como si deseara dormir, y cruzó los brazos en torno a su hermosa cabeza; hasta el amanecer, más o menos, le oímos respirar. Como entonces todo quedó en silencio y yo no oía ya nada, me acerqué a ella y escuché.
¡Oh, Hiperión! ¿Qué más debo decir? Se había acabado, y nuestros lamentos ya no la despertaron […]
Hiperión, te he visto en momentos en que me pareciste un ser superior. Ahora has sido puesto a prueba y debes mostrar quién eres. Adiós.
A Hiperión no le queda más remedio que refugiarse en la Naturaleza (el origen primero), y ser el sacerdote de su divinidad, como le pidió Diótima:
Cuando descansaba en la hierba y el verdor de su tierna vida me rodeaba, cuando subía a la tibia colina donde las rosas crecen al borde del sendero pedregoso, o cuando recorría en barca las riberas del río y todas las islas que su cuidado mantiene.
Y a menudo, cuando de mañana, subía a la cumbre de la montaña como los enfermos van en busca de la fuente milagrosa, por entre las flores aún dormidas, y mientras que junto a mí las avecillas, saciadas de las dulzuras del sueño, echaban a volar desde los matorrales, titubeando en la luz del amanecer y ávidas del día, y el aire, ya más vivo, llevaba hasta lo alto las oraciones de los valles, las voces de los rebaños y el son de las campanas matinales, y después, cuando la alta luz, con su serenidad divina, recorría su camino habitual, encantando la tierra con la vida inmortal que templaba su corazón, y todos sus hijos volvían a sentirse vivos… entonces, como la luna que se queda un rato en el cielo para compartir la alegría del día, permanecía solitario yo también por encima de la llanura, y derramaba lágrimas de amor contemplando sus límites y el brillo de las corrientes de agua, y durante mucho tiempo no podía apartar los ojos de aquel espectáculo…
La conclusión final de la obra queda expresada por las palabras de Hiperión a Belarmino en su última carta:
Tampoco nosotros, Diotima, tampoco nosotros estamos separados, y llorar por ti es no comprenderlo. Nosotros somos notas vivas sonando conjuntamente en tu armonía, ¡oh naturaleza! ¿Y quién podría romperla?, ¿quién puede separar a los que se aman?
¡Oh alma, alma! ¡Belleza del mundo, indestructible, fascinante, en tu eterna juventud! Tú existes; ¿qué son, pues, la muerte y todo el sufrimiento de los hombres? ¡Ah, cuántas palabras huecas y cuántas extravagancias se han dicho! Sin embargo, todo nace del deseo y todo acaba en la paz.
Como riñas entre amantes son las disonancias del mundo. En la disputa está latente la reconciliación, y todo lo que se separa vuelve a encontrarse.
Las arterias se dividen, pero vuelven al corazón y todo es única, eterna y ardiente vida.
Merece la pena leer, aparte de la obra, algunos de los muchos versos que Hölderlin escribió a Susette (Diótima en sus escritos), y que se engarzan armónicamente con la musicalidad de la historia de este Hiperión sublime:
Largamente muerto y replegado en sí mismo
            mi corazón saluda la Belleza del mundo,
            sus ramas florecen y echan brotes,
            abultadas por una savia nueva.
¡Oh, yo volveré a vivir!,
            así como el feliz esfuerzo de mis flores
            atravesando su dura cápsula
            se lanza hacia el aire y la luz.
¡Diótima, dichoso ser!
Alma sublime por quien mi corazón,
repuesto de la angustia de vivir,
se promete la juventud eterna de los dioses.
¡Nuestro cielo durará!
Antes ya de verse, nuestras almas,
ligadas por sus insondables honduras,
se habían reconocido.
Cuando, envuelto por los sueños de la infancia
apacible como el azul del día,
yo descansaba sobre el suelo entibiado
bajo los árboles de mi jardín,
cuando empezaba la primavera de mi vida
con suaves acordes de gozo y belleza,
el alma de Diótima, como un céfiro,
pasaba entre las ramas sobre mí.
Y cuando, tal una leyenda,
la belleza se borró de mi vida,
y me hallé indigente y ciego,
excluido de tanto paraíso,
cuando el peso del día me aplastaba
y mi vida fría y descolorida
deseaba ya, declinante,
el mudo reino de las sombras:
¡entonces, del Ideal volvieron,
como desde el cielo, fuerza y ánimo,
y apareciste radiante en mi noche,
divina imagen!
Dejando el puerto mudo para unirme a ti,
lancé de nuevo mi nave adormecida
al azul del océano.
Ahora he vuelto a encontrarte,
más hermosa que como te había soñado
en las horas solemnes del amor.
¡Noble y buena, allí estás!
¡Oh pobreza de la fantasía,
sólo tú, Naturaleza, puedes crear este modelo único,
en medio de eternas armonías,
feliz en tu perfección!
Como los bienaventurados en sus altos parajes,
donde el júbilo busca refugio
y florece la inalterable belleza
liberada de la existencia.
Como Urania, melodiosa
en medio del caos desencadenado,
ella sigue divina y pura
entre la ruina de los tiempos.
Tras prodigarle todos los homenajes,
mi espíritu confuso, vencido,
trató de conquistar
a la que sobrepasa sus pensamientos
más atrevidos. Ardor solar
y dulzura primaveral, guerra
y paz, luchan en el fondo de mi corazón
frente a esta imagen angélica.
Muchas veces vertí ante ella
oleadas de lágrimas de mi corazón,
y traté, en cada acorde de la vida,
de vibrar al unísono con su dulzura.
A veces, herido en lo profundo,
imploré su piedad,
cuando el cielo que ella posee
se abre claro y santo a mis ojos.
Pero cuando en su silencio, rico infinitamente,
con uno sola mirada, una sola palabra
su alma transmite a la mía
su paz y su plenitud,
cuando veo al dios que me anima
alumbrar una llama en su frente,
y vencido por la admiración
me acuso ante ella de mi nada,
entonces su alma celeste me precipita
en la dulzura de un juego infantil,
y bajo su hechizo mis cadenas
se desanudan gozosamente.
¡Así desaparece mi pobre denuedo
y se borra el último rastro de mis luchas!
Mi naturaleza mortal entra
en la plenitud de una vida de dios.
Y en adelante, mi elemento es
ese donde ninguna fuerza terrestre,
ninguna orden divina nos separa más,
allí donde saboreamos la unión total.
Porque allí, tiempos, cálculos
que nada valen, necesidad, son olvidados:
por fin entonces me siento vivir.
Así como la constelación de las Tindáridas
con majestuoso centelleo
prosigue su trayecto, apacible como nosotros,
en las alturas del cielo nocturno,
también declina, ancha y brillante,
desde la bóveda del cielo
hacia el oleaje donde la llama un dulce reposo.
Y nosotros, oh ardor de nuestras almas,
encontramos en ti una tumba bendita,
nos abismamos en el oleaje
exultante de un júbilo mudo;
luego, cuando nos llama la hora,
despiertos ya, llenos de un orgullo nuevo,
volvemos como las estrellas
a la noche breve de la vida.
                                           

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